Iglesia y Estado durante la Expansión Liberal

Debido a que el liberalismo y el catolicismo poseían planteamientos ideológicos absolutamente divergentes sobre la sociedad y el individuo; más aún, los liberales consideraban a la Iglesia como una institución anacrónica y continuadora del régimen colonial. En pocas palabras, los liberales consideraban a la Iglesia como un obstáculo para el progreso del país.

Sin embargo, mientras existió la Fusión Liberal-Conservadora la animosidad de los liberales para con la Iglesia se mantuvo controlada, pero la salida de Abdón Cifuentes, un conservador ultramontano, del gabinete del Presidente Federico Errázuriz detonó un grave conflicto en la sociedad chilena.

El primer problema que enfrentó a liberales y católicos fue la discusión del proyecto de reforma constitucional de 1865, durante la que se debatió largamente sin llegar a una solución definitiva para el problema; de hecho, sólo se consiguió un acuerdo relativo a la libertad de culto privado.

Una situación que requería una pronta solución era la que atañía a los ciudadanos extranjeros que fallecían en Chile y que no profesaban la religión católica; de acuerdo con las disposiciones de la época, en los cementerios imperaba la ley canónica y por ello las personas que no eran católicas no tenían derecho a recibir sepultura. Este problema hizo crisis en 1871 y ese año el gobierno debió disponer que en los cementerios del Estado debían existir espacios destinados para recibir a los difuntos de cualquier credo religioso; de la misma forma, este mismo decreto autorizaba la construcción de cementerios particulares.

En el año 1882, cuando la Fusión Liberal- Conservadora había dejado de existir, se comenzó la discusión del proyecto de ley sobre cementerios laicos en el que establecía el derecho de todo ciudadano a ser inhumado en cualquier cementerio sin importar su ascendencia religiosa. Cuando esta ley fue promulgada en el año 1883, en respuesta la Iglesia Católica decretó la execración del Cementerio General, es decir, le retiró la bendición eclesiástica. Esta actitud del clero llevó a sus seguidores a trasladar a sus difuntos hacia el cementerio católico; sin embargo, el gobierno respondió mediante la derogación del decreto de 1871 y debido a ello el cementerio católico resultó clausurado.

A pesar de la clausura del cementerio católico, se continuaron realizando sepulturas en él y las autoridades de la época llevaron a cabo la llamada “cacería de muertos”. Este problema sólo encontró una solución definitiva durante el gobierno de José Manuel Balmaceda, y consistió en la reapertura del cementerio católico y la posibilidad de que en los demás camposantos de bendijeran las sepulturas de acuerdo a la fe que profesaran los difuntos.

La ley de cementerios no fue el único problema que enfrentó a liberales con católicos, y de hecho existieron varios como, por ejemplo, el relativo a los matrimonios. En tiempos coloniales el Estado consideraba legítimos los matrimonios celebrados por la Iglesia y para los efectos civiles era el único válido; no obstante, la gran cantidad de ciudadanos extranjeros presentes en Chile y, además, debido a la existencia de un considerable segmento de la población no creyente, el problema del matrimonio generaba en la práctica varias situaciones confusas. En el caso de los disidentes se dispuso que los párrocos se limitaran a consignar las uniones matrimoniales en los libros de registro, con el fin de darles un sentido legal claro está, sin otorgar la bendición católica.

En el medio del conflicto por la ley de cementerios, se promulgó la ley de matrimonio civil que disponía que todas las uniones debían llevarse a cabo bajo la legislación civil, y sólo cumpliendo esa condición se consideraban válidos. La Iglesia consideró esta disposición como un atentado a la constitución de las familias y elevó su protesta.
Al mismo tiempo de la discusión sobre el matrimonio se promulgaba la Ley de Registro Civil, mediante la cual se instituyó una oficina estatal encargada de llevar el registro de los nacimientos, las defunciones, y por supuesto, los matrimonios. De esta forma, se vieron severamente reducidas las atribuciones de los párrocos.

Uno de los asuntos que más complicó las relaciones entre el Estado y la Iglesia fue la designación de los obispos, y de hecho fue uno de los aspectos más críticos. Acorde con el Derecho de Patronato que el Papa concedió a los reyes españoles, los gobernantes chilenos asumieron la potestad de proponer al Vaticano los candidatos para las vacantes eclesiásticas, situación a la que la Iglesia chilena se opuso al esgrimir que el Derecho de Patronato había sido concedido a la Corona española y no al Estado de Chile.

Al fallecer el arzobispo de Santiago en el año 1878, el presidente Federico Santa María propuso como reemplazante al sacerdote de tendencia liberal Francisco de Paula Taforó, lo que generó el reclamo del sector ultramontano y en un gesto de apoyo el Vaticano envió como delegado a Celestino del Fratte para que estudiara el caso en terreno. El resultado de la misión Fratte fue un completo fracaso pues este dignatario no llegó a acuerdo con el gobierno e, incluso, fue conminado a abandonar el país; la respuesta del Vaticano ante la posición del Estado chileno fue la negativa a designar al arzobispo y por ello la diócesis de Santiago no contó con una autoridad oficial hasta el gobierno de Balmaceda.

Los frecuentes desencuentros entre el clero y el Estado manifestaron el quiebre en que se hallaban los principales sectores políticos de Chile: liberales y conservadores. Para los primeros era requisito eliminar las restricciones que impedían el progreso de la sociedad chilena; para los segundos era necesario que las libertades estuvieran bajo el control moral de una institución como la Iglesia.